"La historia detrás de un reciclador"
“La vida no ha sido fácil para mí desde que perdí a mi hijo”, se lamenta Martha Inés Parra. Y sus heridas parecen emerger en cada lágrima que se desliza por su rostro. Han pasado tres años desde que pudo contemplar la silueta frágil de su hijo. En aquel instante rememora los días en los que ella también fue vulnerable.
Nació en la frescura del campo, en medio de montañas y árboles. Sonríe para vendar el dolor al contar; cómo le permitía a sus sentidos el gozo de ver en medio de una quebrada dibujarse el andar de un toro. Su padre campesino, según lo que ella pudo averiguar décadas después, murió por un disparó que le propinó su abuelo. La posible causa: una disputa por unos caballos.
“Estaba con mi hermano jugando en la casa, en el piso de tierra, cuando papá pasó por mi lado y se fue al solar, le dije a mi hermano que papá había llegado, que teníamos que ayudarle, pero él no vio nada. Con los años comprendí que papá quiso despedirse de mí…”.
Todo en ese momento cambió. Su deseo de ir a la escuela, aprender a leer y a escribir debía esperar. “Después del fallecimiento de papá, mamá abandonó la finca con nosotros sus once hijos. Sin tener un rumbo fijo llegamos a Pamplona”, (Martha). Allí su vida empieza a escribirse entre la melancolía, pues sus sueños de convertirse en profesora de matemáticas se desvanecieron entre hojas marchitas.
Ha trabajado incansablemente durante más de 40 años. Su familia buscó otros horizontes; ella escribió nuevamente su historia, pero sus juegos de niñez fueron relegados al olvido. A sus 22 años conoce el papá de sus tres hijos. Habla poco de ello, prefiere construir con sus recuerdos una sonrisa en sus finos labios.
En el reciclaje encontró una opción de subsistencia en Pamplona al igual que sus dos años de estadía en Cúcuta. Allí, su día iniciaba a las Dos de la mañana y terminaba a las Cuatro de la tarde. En algunas ocasiones vendía hierbas en las periferias. “Algunos días tenía para el almuerzo de mis hijos, había otros días que no hacía ni para un tinto”, recuerda. El calor la flagelaba…y decide retornar nuevamente a la ciudad de la niebla.
Con ella en el comedor de su casa, se ven servidos sobre un mantel del color de un albo un vaso de agua y un tinto en una de las esquinas perfectamente alineadas, pues todos los días su hijo la visita, manifiesta Martha. Antes de ir a trabajar en el Relleno Sanitario prepara una taza de café como le enseñara alguna vez su hijo: “Nos bebíamos dos termos de café en un día y no podía faltar el cafecito de antes de dormir”, ella se sonríe mientras solloza para sí y bordea sus memorias con sus manos ajadas.
“Él fue mi bordón, mi compañía”. Su mirada parece extraviarse en su pasado. Los días en que extenuada y cansada llegaba a casa y su hijo le preparaba el almuerzo; en las tardes le enseñaba a leer y a escribir; algunas noches le leía cuentos e historias. Remembranzas de Martha sobre aquel hijo que partió.
Su hijo se graduó del colegio con excelentes calificaciones y estaba terminando su tecnología en el SENA, cuando a sus 20 años fue diagnosticado con cáncer. Múltiples fueron las travesías que Martha debió emprender para luchar contra el sistema de salud por salvar la vida de su hijo. Cada semana debía comprar unas inyecciones que le costaban $450.000 pesos.
“Mi hija Carmen era quién lo llevaba al médico- pues yo debía seguir trabajando en el reciclaje y buscar ayuda para pagarle a mi hijo parte de su tratamiento médico-, muchas personas nos ayudaron y les estaré siempre agradecida (…) Hubiese preferido tenerlo a él vivo, que las cosas que tengo ahora”.
Los días y las noches se tornaron sombríos para Martha y su hijo David. La UCI se había convertido en su lugar de estadía permanente por ese tiempo. “Ya la morfina y los sedantes no le hacían efecto, cuando me veía triste me decía: Mami, Dios manda las peores batallas a sus mejores soldados. Sin embargo, él no ganó la batalla…”
Martha sintió un hálito de esperanza al serle entregada una casa, pero la ´dama de negro´ los visitaba. “Recuerdo con mucho dolor el día que mi hijo se agravó; un oncólogo en Cúcuta al verlo le dijo sin piedad: ‘Usted ya es un cadáver’. En ese instante mi David se desmayó y a los siguientes días murió”.
“A veces me pregunto: ¡Qué mal he hecho para que Dios me lo quitara!”. La esperanza parecía haber rodado por el fango; ya nada cobraba sentido en la vida de Martha, sus días de alegría parecían lejanos. No obstante, continuó con su trabajo día a día; sembró un par de plantas en honor a su hijo las cuales están bajo su cobijo y solo ella puede acariciarlas. En la sala de su casa se aprecian aquellos retratos de la infancia feliz de David.
“Meses después de su defunción, en una de las tantas noches de obscuridad, él se acercó y me pidió que no siguiera llorando”. Fuerza mamá, que mi hermana la necesita-me dijo-.
Antes de que el sol se oculte y el día fenece, Martha escucha la música que a su hijo le gustaba. Abre la puerta de su casa y observa el horizonte, donde divisa a lo lejos el cementerio en el que fue enterrado su hijo. Entre susurros intenta tararear su canción favorita Amor Eterno…
Martha volvió a su trabajando de reciclaje. Ella es una de las muchas mujeres que laboran en la Asociación Ambiental de Aseo y Reciclaje RENACER de la ciudad de Pamplona. Ella labora incansablemente al vuelo del ala para su subsistencia. A su edad, ya no puede competir con los más jóvenes. Así que espera al día domingo para la recolección. Admite que eso se convirtió en una excusa para salir de casa y visitar a su mascota ´Muñeca´, la cual fue abandonada en el relleno.
Añora la compañía de su hijo, sus besos al despuntar el sol, y su abrazo al presenciar la fulgurante luna…
Por Tatiana Barajas Flórez
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